El anhelo de una vida mejor
(Cuento histórico; argumento ficticio)
David Chamorro Zarco
Cronista Municipal
Toda le gente era plenamente consciente de la fragilidad de la vida, de lo breve que puede resultar la existencia y de los sufrimientos que vienen aparejados con la subsistencia diaria. De abuelos y bisabuelos se había conocido lo doloroso que puede llegar a ser el hambre, el no poseer ni un mendrugo de pan, ni un poco de sopa o ni siquiera la mitad de una papa. Era muy triste mirar, al cabo de algunas semanas sin alimento, gente caer muerta por cualquier lugar. Decididamente, morirse de hambre era algo feo, y eso lo sabían muy bien en la aldea porque ya había sucedido en diferentes ocasiones en el pasado.
Irlanda no era exactamente muy diferente de otras regiones del mundo en el fondo. Las comunidades campesinas acudían a sus labores con la esperanza siempre fija en recibir la bendición del buen tiempo para poder levantar una abundante cantidad de productos con lo que asegurar su subsistencia para el siguiente año. No había mayores reservas de alimento y el dinero o la riqueza material eran escasos. Sólo se trabajaba y se rezaba, en espera de que el Dios todopoderoso se apiadara de los aldeanos y les permitiera la debida subsistencia, con base en la promesa de que, si los pájaros no se ocupaban por sembrar los campos ni los lirios en tejer el algodón y tenían asegurada la existencia, otro tanto debía esperar los hombres de la benevolencia del Creador.
Eso era justamente lo que se esforzaba en explicar cada domingo, en la homilía, el cura John Taylor. Irlanda se había mantenido fiel al credo católico a pesar de los embates de los ingleses que desde hacía siglos se habían rebelado contra Roma, creando su propia iglesia nacional. Pero los irlandeses no podían dar la espalda a sus antepasados, no podían olvidar su fidelidad al Pontífice romano, y sobre todo sabían muy bien de que independientemente de la lectura e interpretación de las escrituras sagradas, lo que verdaderamente importaba era la fe, pues Dios, en su misericordia infinita, seguiría haciendo salir el sol sobre justos e inicuos y les permitiría la satisfacción de sus necesidades mínimas de casa, vestido y sustento.
Eso también creía Peter Hawlings, un hombre joven de apenas dieciocho años que, con gran inteligencia, esfuerzo y dedicación, había logrado en apenas unos tres años de trabajo, aprender con profundidad y pericia, diversos conocimientos del manejo de máquinas y herramientas, muy en particular acerca del tendido de vías de ferrocarril. Había estado en diversas regiones de Inglaterra educándose en la mejor escuela del mundo, que es la de la vida práctica, y ahí, entre fatigas y accidentes, rudezas y exigencias, pudo llegar a dominar el complejo arte de la construcción de los caminos de hierro por el que se arrastraban, como formidables orugas de acero, las impresionantes máquinas de vapor, arrastrando decenas de toneladas de carga.
No obstante, a pesar del trabajo, hacía finales de 1843, Peter Hawlings recibió la noticia de que su padre estaba muy enfermo, francamente en camino directo a la muerte y que, antes de dejar el mundo deseaba ver reunidos a todos sus hijos para expresar su última voluntad. Por ello el joven regresó lo más pronto que pudo a Irlanda, a su pequeña aldea, con la gracia de que apenas unos días después de haber pronunciado sus últimas disposiciones, el padre entregó su alma a Dios. Los ritos funerarios y las ceremonias se hicieron de acuerdo a la tradición católica imperante y Peter no pudo regresar de inmediato a las tierras inglesas a seguir tendiendo o reparando vías férreas.
La tierra que se padre dejó debía ser atendida, por lo que la media docena de hermanos, según la voluntad del padre, tomaron posesión de su heredad y comenzaron a prepararse para el siguiente ciclo agrícola. Peter tuvo la idea de ceder su parte a alguno de ellos y represar a trabajar a la industria, pero acaso por el llamado del amor o por el apego a los orígenes, el joven decidió dejar un poco de lado su inclinación por las máquinas y las herramientas, para avocarse a la fecundidad de su tierra y de su mujer, la joven Marie que, con apenas dieciséis años, abría su mente y su cuerpo para el depósito de la simiente que había de convertirse unos meses más tarde en su niña, una bebé muy hermosa a quien pusieron el nombre de Ellen Hawlings.
Los campesinos viejos de la aldea irlandesa de Peter decían que algo extraño flotaba en el ambiente. Algunos decían que muy de madrugada se veían unas luces en el lado norte, otros aportaban que igualmente los vientos polares comenzaban a sentirse muy pronto, fuera de su lugar habitual y algunos comenzaron a vaticinar que se acercaba una catástrofe, acaso una sequía o tiempo mucho más frío que el normal, en tanto que otros, muy por lo bajo, comenzaron a vaticinar la llegada de una nueva hambruna, con las dolorosas consecuencias que conocían por los relatos de las generaciones anteriores. Peter, ante tales noticias sólo se limitó a levantar los hombros, mientras seguía abriendo la tierra con su azada, repitiendo mentalmente varias veces la base de la promesa de que Dios todo lo proveerá.
Sin embargo, en esta ocasión no resultó así. El tiempo no fue propicio para las cosechas, aunado a una terrible enfermedad que sufrieron los cultivos de papa de la que dependía en su mayor parte la población irlandesa, y con gran pesadumbre, los habitantes de la región vieron que la llegada del año 1845 sería especialmente difícil para todos. Peter habló con Marie acerca de lo que se esperaba para la siguiente temporada. El hombre que aún tenía cierta parte de sus ahorros y sobre todo que deseaba regresar a Inglaterra para buscar un mejor destino para su familia, dijo resueltamente que, si perdían las cosechas y no se levantan ni papas, se irían a Londres apenas llegara la primavera del siguiente año.
Efectivamente, el resultado de la situación fue que los pobres campesinos irlandeses no levantaron ni papas de sus maltratados campos, los alimentos se dispararon de precio de manera inmediata y los aldeanos comenzaron a doblar el número de oraciones que elevaban a Dios para les socorriera del alimento necesario. Peter no hizo tal. Redujo todo su equipaje a una gran valija y, apenas comenzando la primavera de 1845 se marchó a la capital inglesa, en compañía de su mujer y de su hija, tratando de escapar de una realidad que ya se adivinaba muy dura. Una vez en Inglaterra, el joven técnico se movió para renovar sus contactos y apenas un par de semanas después ya se le veía conduciendo a una cuadrilla de trabajadores, dando mantenimiento a diversos tramos de la vía del ferrocarril. Hacia finales de 1845, Peter recibió carta de alguno de sus hermanos en donde le informaba de la condición tan desafortunada en que había caído la aldea, pues nuevamente el tiempo había sido adverso y por segunda temporada consecutiva, no había sido posible levantar ni papas.
Conmovido por la situación de su familia, Hawlings envió alguna cantidad libras esterlinas a su familia en Irlanda, aunque bien sabía que sólo era un acto de genuina piedad, pues en el fondo el problema no se resolvería con unas cuentas monedas o unos pocos billetes de banco. Peter supo por una carta posterior, que todos sus hermanos y sus respectivas familias, antes de verse reducidos a morir de hambre, habían decidido venderlo todo y embarcarse a buscar una mejor oportunidad en los Estados Unidos de América, aprovechando algunas noticias de que esa nación estaba aceptando a los migrantes con la condición de que los varones se alistaran en su ejército. Decididamente, era mejor morir luchando que perecer de hambre. Peter coincidió desde luego en este razonamiento y deseó de todo corazón que la travesía de su familia se hiciera sin contratiempos.
Unos meses después, en el verano de 1847, aprovechando un tiempo libre, Peter entró en una taberna llena de obreros y de ferrocarrileros y mientras bebía un tarro de cerveza, tuvo ocasión de revisar un periódico en donde se destacaba una nota «El ejército de los Estaos Unidos ocupa México». En unas cuantas líneas, Peter se enteró de que las fuerzas de la unión americana habían invadido a su vecino del sur y que todo parecía anunciar que había poca resistencia de parte de los mexicanos. En las últimas palabras de la nota, se decía que el ejército norteamericano iba reforzado en esta ocasión por un batallón de irlandeses voluntarios que se denominaban a sí mismos «San Patricio». Peter levantó la vista y se imaginó a sus hermanos marchando con sus armas y sus uniformes por las tierras de un país extraño, que antes ni siquiera él mismo se había imaginado que existía, y que se llamaba México. Sus hermanos iban combatiendo para ganarse, con honor, un lugar como ciudadanos de los Estados Unidos de América y esto le arrancó de inmediato una sonrisa de orgullo. Tomó su cerveza y dijo para sus adentros «¡A la salud del Batallón de San Patricio! ¡A la salud de los bravos irlandeses!».
Peter Hawlings entró al servicio de una compañía cuyo mayor accionista era un hombre llamado John Laurie Rickards. Ya para 1849, cuando la pequeña Ellen tenía cinco años de edad, Marie estaba dedicada a su educación y cuidado en cuerpo y alma, debido a que por alguna causa que los médicos no podían explicar del todo, simplemente la mujer había quedado imposibilitada de tener más descendencia.
Las pocas horas de descanso que tenía Peter, solía pasarlas en familia, sobre todo disfrutando la gran inteligencia y belleza de su pequeña. Una mañana de domingo, luego de asistir a los servicios religiosos, Peter dijo a su mujer que en la empresa se corrían rumores acerca de que el accionista mayor estaba buscando expandir los mercados y llevar el tendido de vías férreas a otras regiones del mundo, y que ya estaban haciendo una lista con los obreros, técnicos e ingenieros que quisieran embarcarse en esta empresa. El ofrecimiento, además de la mejora salarial, incluía la posibilidad de poder mudarse con sus respectivas familias, pues los contratos eran de cinco años. Marie se quedó pensativa largo rato. No era necesario que Peter expresara con palabras su deseo de querer anotarse en la lista, si no era que incluso ya lo hubiera hecho. La mujer consideró las dificultades de mudarse a un país totalmente desconocido, con otras costumbres, con un idioma que desconocía por completo, pero se imaginó que acaso muchos otros trabajadores harían el viaje con sus familias y se dijo que, si era así, no se sentiría tan sola. Pensó también en la pequeña Ellen y en todas las dificultades que tendría que pasar para acostumbrarse a una nueva nación, pero de inmediato desechó este pensamiento, convencida de que para la niña podría ser una gran experiencia, que le abriría mundo y que acaso en tierras lejanas podría llegar a realizar plenamente su destino, con la compañía de Dios. Finalmente, Marie expresó a su marido que a dónde él estuviera, ella y su hija estarían también, por lo que acatarían la decisión que tomara el padre de familia. Peter se llenó de alegría y abrazó a las dos mujeres, seguro de que, de ahí en más, su vida cambiaría para siempre.
En las primeras semanas del año 1850, los obreros, técnicos e ingenieros que se habían anotado en la lista para migrar a otras misiones fueron citados. Un gerente les dijo que el señor John Laurie Rickards había logrado la firma de un contrato de concesión con el gobierno de México y que el objetivo era llegar a terminar la vía férrea que uniría la Ciudad de México, capital de aquel país, con uno de los puertos más importantes de la nación, llamado Veracruz. Desde luego, la primera y más recurrente pregunta fue «¿Dónde es México?», a lo que el gerente sintetizó que se encontraba en América y era la nación que limitaba al sur con los Estados Unidos.
Los obreros, técnicos e ingenieros recibieron la instrucción de que contaban con seis semanas de preparación para partir. El viaje sería al iniciar el mes de maro de 1850 y todos partirían en buque expresamente rentado para el caso que partiría del puerto inglés de Liverpool y los llevaría sin escalas hasta su destino final, Veracruz. La travesía se realizó sin mayares contratiempos y hacia finales del mes de abril, los operarios, acompañados en pocos casos por sus respectivas familias, pisaron tierras en donde, se enteraron poco después, unos cuatro siglos antes habían desembarcado los españoles para iniciar lo que daban en llamar la conquista del nuevo mundo.
Marie constató que Veracruz era diferente de Liverpool, pero la esencia era la misma. Derivada de su intensa actividad comercial, en su puerto atracaban buques de las más diversas banderas, así que un breve paseo podía contemplar la vista de gente de todas las procedencias del orbe. La primera misión de Peter Hawlings fue buscar alojamiento para su familia, lo que se facilitó porque se asoció con un par de obreros que sí habían viajado con su parentela y por ello lograron la renta de una casa grande en donde podrían vivir las tres familias, sin mayores problemas.
Marie tuvo cierta dificultad para poder entenderse con los lugareños, pues a pesar de que desde hacía algunas semanas se había empeñado en aprender cuando menos los vocablos básicos del idioma español, su acento de pronunciación hacía que muchas personas, en especial los comerciantes, tuvieran dificultad para entenderla. No se desesperó. Se dijo que todo se salva con la debida práctica y que entre más hablara el nuevo idioma, mejor lo dominaría y lograría hacerse entender por todos.
A los tres días, los obreros, técnicos e ingenieros fueron citados para darles los pormenores de la misión. Desde hacía más de diez años, el entonces Presidente de México Anastasio Bustamante, había ordenado la creación de la línea de ferrocarril que uniría a la ciudad de México con el puerto de Veracruz, pero que, por diversos inconvenientes, entre ellos enfrentamientos internos y la invasión de los soldados norteamericanos, había sido imposible completar la misión. Se tenía una pequeña sección construida que no llegaba ni a los quince kilómetros de los más de trescientos que contenía el proyecto completo, por lo que era necesario avocarse de inmediato al rendido del camino férreo.
Peter Hawlings y sus compañeros marcharon a la instalación de su primer campamento de trabajo. Marie, Ellen y las otras mujeres quedaron en Veracruz, a la espera de cuando los hombres pudieran volver al puerto de visita, pues se entendía que ni el terreno era muy propicio, ni tampoco se había venido a México a tomar vacaciones.
De este modo comenzaron a pasar lentamente los meses. Uno a uno los metros longitudinales del terreno fueron preparándose cuidadosamente por los técnicos y obreros especializados, auxiliados por decenas de ayudantes generales, encargados del movimiento de tierra, piedras, árboles, escombro y todo tipo de obstáculo, preparando todo para la construcción de terraplenes, trincheras y túneles, con la debida precaución de dar consistencia suficiente al suelo, en un medio que veces se tornaba un poco hostil, en especial para quienes, como Peter, no estaban acostumbradas a lasa cálidas temperaturas cercanas a las costas de tal parte del mundo. A continuación, venía con lentitud la colocación de durmientes y rieles que poco a poco iban conformando un camino de acero que era, para la temporada, el sello mismo de la modernidad. Los obreros, técnicos e ingenieros extranjeros pronto adoptaron las costumbres de los lugareños, haciendo que la jornada de trabajo transcurriera de manera preferente durante las horas frescas de la tarde, la noche y la madrugada, reservando las calurosas horas del día para el descanso y el ocio.
Peter se destacó rápidamente por interesarse en el conocimiento y dominio del español de manera que, con mucha determinación, logró darse a entender con facilidad entre los auxiliares generales y también entre obreros, técnicos e ingenieros especializados que adoptó la empresa entre personas mexicanas. Con la misma rapidez, Peter aprendió algunas canciones que cantaba muy a su modo para acompañar a los ejecutantes de las guitarras y las jaranas y que hacían mucho más llevadero el paso del tiempo del calor y de la lluvia, y aún con mayor rapidez aprendió a disfrutar de los tragos de aguardiente, el licor procedente de la fermentación de la caña de azúcar, tan diferente del sabor que él conocía del whisky de su tierra.
Cierto día, ya bien integrado a su grupo de trabajo, Peter vio llegar al campamento a un hombre de cabellera francamente roja, o al menos muy naranja. De inmediato se dio a notar que no se trataba de un mexicano. Peter, ya con cinco o seis copas de aguardiente ingeridas, se levantó de su asiento y fue de inmediato al recién llegado, hablándole en inglés. «No, no soy de aquí. Tiene usted razón. Soy de Irlanda. Llegué al país hace unos tres o cuatro años, cuando la invasión norteamericana. Yo era soldado, pero la verdad es que deserté».
Peter se interesó en la plática de su paisano y de inmediato le convidó para que compartiera con él sus alimentos y la botella de aguardiente que recién había abierto. El soldado no se hizo de rogar y aceptó de muy buen grado. «Yo llegué a América en 1845. Mi aldea estaba en ruinas, luego de muy malas cosechas. Hoy sé que la gente da en llamar a eso la hambruna de la patata. Nos dijeron que en Estados Unidos necesitaban hombres para su ejército y que a cambio de ser soldado y luchar por ellos, otorgarían diversos beneficios como tierra y trabajo. Dijeron que un barco partiría y que llevaría por un costo bajo a quienes quisieran viajar a Nueva York. Yo era tan miserable, que ni siquiera podía comprarme la mitad de un pan y mucho menos un pasaje en barco».
«Me subí al barco de polizonte y sobreviví comiendo los restos de la comida que algunos echaban en el escondite en donde permanecí seis semanas. Apenas pisé tierra, me enlisté en el ejército y si me trataron bien, pues luego de meses pude comer como la gente decente. A los pocos meses de entrenamiento nos dijeron que nos embarcarían hacía México a sostener una guerra. Todos los irlandeses formamos una agrupación a la que llamamos el Batallón de San Patricio y desde nuestro desembarco en estas mismas tierras de Veracruz, fuimos de los más bravos, de los que nunca dieron un paso atrás. Sin embargo, bien pronto nos dimos cuenta de que la gente de esta nación no tenía ni idea del por qué de la lucha, del por qué los habíamos invadido. Como ve usted, son gente pobrísima. Sus aldeas no son diferentes de las de Irlanda. Creen en el mismo Dios que nosotros, son católicos exactamente igual que los irlandeses. Acaso su pecado es que tienen mucha tierra y mucha riqueza y que los gobiernos de los Estados Unidos siempre la han querido. Ahora veo todo con claridad: vinimos a hacer la guerra para robarles la tierra, pues debe usted saber que el resultado de la lucha fue que el gobierno de los Estados Unidos le quitó a México más de la mitad de su territorio, y luego les lanzó unas cuántas monedas a la cara, como si hubieran estado un momento con una despreciable prostituta».
«En el Batallón de San Patricio comenzamos a hablar, iniciando por el mismo capellán. No era justo que viniéramos a derramar la sangre de tanta gente inocente; no era moral que viniéramos a luchar contra hermanos católicos, seguidores de la misma religión, nosotros que desde Irlanda hemos luchado por siglos por mantenernos fieles a la creencia de nuestros padres y de nuestros abuelos. Decididamente no era justo ni moral lo que estábamos haciendo. A principios de septiembre de 1847 nos acercamos a la Ciudad de México. La verdad es que fue una campaña relámpago, pues los pocos que se nos oponían caían presa de lo obsoleto de sus armas o simplemente porque su gobierno siquiera tenía para darles municiones, al grado que, se lo digo con toda honestidad, daba pena ajena que los soldados mexicanos andaban casi desnudos. Una noche, con toda discreción, tomamos votación para saber qué partido tomar. Ganó el que debíamos pasarnos del lado mexicano, pues eso era lo justo y lo correcto a nuestros ojos y seguramente también a los ojos de Dios. Yo no voté, pero sentía que tal decisión sólo nos traería desgracia. Finalmente, en las inmediaciones de un castillo que era de los últimos reductos mexicanos, a una señal, el Batallón de San Patricio cambió de frente y al ver tal cosa los soldados mexicanos se animaron, pero la verdad, tal como yo lo había previsto, el ejército de los Estados Unidos nos hizo pedazos en menos tiempo del que estoy usando para contárselo. Confieso mi cobardía y mi vergüenza, pues al ver el rumbo que estaban tomando las cosas, aprovechando que estábamos en un bosque, me subí a lo alto de la copa de un árbol muy frondoso y de ahí no bajé como en cinco días».
«Desde mi escondite pude ver las escaramuzas que se armaron para acorralar y tomar presos a los irlandeses que habían quedado vivos. En los árboles aledaños a donde yo estaba escondido, colgaron sin previo juicio y sin la posibilidad de concederles la confesión y la comunión, a los primeros irlandeses. Los recuerdo muy bien porque eran mis amigos, tres hombres que eran hermanos y se apellidaban Hawlings. Luego, tomando todo tipo de precauciones salí de la ciudad, me metí a vagar entre los pueblos y las montañas de esta nación, hasta que nuevamente llegué al puerto de Veracruz, en donde alguien me integró como obrero en esta compañía».
Peter se quedó mudo un largo rato. Al final, pidió a un mozo otra botella de aguardiente. Se bebió de un trago casi un tercio de la que estaban tomando y dio al soldado desertor la otra completamente nueva. Dando las gracias por el relato y alejándose dando pasos torpes, propios de un borracho. A la distancia el ex combatiente quiso saber a quién debía agradecer por la botella y escuchó que el otro le gritaba que se llamaba Peter Hawlings, para luego verlo perderse bajo la lluvia.
Mientras esto sucedía en el campamento, en la ciudad y puerto de Veracruz, Marie se sentía muy feliz, pues había localizado una escuela atendida por monjas que le ofrecían educación formal para su pequeña Ellen. Lo mejor era que se trataba de un colegio diurno, por lo que hacía la hora de la comida, Marie iba por su niña y estaba con ella toda la tarde y la noche; eso no habría sido posible si hubieran trabajado en la modalidad de internado, como sucedía en la mayoría de las escuelas religiosas.
De esta manera, la pequeña Ellen con apenas seis años de edad, conoció lo que era ir a la escuela. Las monjas determinaron que una de ellas, conocedora de la lengua inglesa, se hiciera cargo de la niña, tratando, en primer lugar, de enseñarle la lectura y la escritura en la lengua materna de los sajones y ya luego, una vez dominado este menester, la niña aprendiera a hablar y a escribir también en español, de manera que llegara a ser perfectamente bilingüe.
Así pasaron los primeros cinco años. Peter iba y venía del campamento con cierta regularidad, pues debido a los avances en la obra, cada día quedaban más lejos de Veracruz. Cuando llegó el final de su contrato, hubo algunos inconvenientes de la empresa con el gobierno y la encomienda siguió, pero ahora bajo la ejecución de otra firma, cuyo gerente, de inmediato ofreció a quienes quisieran, poder mantener sus condiciones de trabajo. Peter ni siquiera tuvo que pensarlo y firmó por otros cinco años, y así pasó en su la vida otro lustro tendiendo vías de ferrocarril en intrincados parajes de las montañas, entre ríos de caudales impresionantes y abismos muy profundos, sobre los que se construían con lentitud diversos puentes para hacer pasar las vías.
Llegó el momento, hacía 1860, en que Peter Hawlings recibió la instrucción de trasladarse a las planicies de la zona de Tlaxcala, a la que se llamaba el altiplano central mexicano, y comandar cierta sección que iniciaría en tales lugares el trazado y tendido de las vías. El hombre pensó que era definitivamente muy difícil continuar visitando a su mujer y a su hija en el puerto de Veracruz. Ellen ya tenía casi dieciséis años y además de ser una mujer muy hermosa y distinguida, gracias a la instrucción de las monjas, era especialmente culta e inteligente. De forma natural, hablaba con pulcritud su lengua materna, la inglesa, pero al mismo tiempo se expresaba sin denotar ningún acento extranjero en idioma español y estaba ya bastante adelantada en conocimientos de italiano.
Ellen Hawlings tenía buenos conocimientos en ciencias naturales, aunque su inclinación favorita estaba del lado de las artes y muy en concreto del lado de la música. Con las monjas había conocido y practicado los cánticos litúrgicos, todos ellos entonados en un latín intachable, pero al mismo tiempo la chica disfrutaba como nadie de los fandangos populares que se efectuaban casi todos los días en Veracruz y, al lado del arpa, la jarana y la guitarra, entonaba diversos sones, canciones y décimas que le dieron un lugar de honor entre los músicos del puerto.
Marie estaba orgullosa de la persona en que se había convertido su hija, y lo bien adaptada que estaba a la sociedad de la ciudad. Cuando escuchó de Peter el requerimiento de tendrían que mudarse a otra región del país, no dejó de inquietarse, pues sería como volver a empezar, y la verdad es que ya se sentía muy ambientada, incluso acostumbrada al cálido y húmedo ambiente del puerto. No obstante, fiel a su promesa, reiteró a su esposo su fidelidad y determinación por ir a donde fuera que él estuviera.
Peter determinó que en el viaje de exploración que haría en las siguientes semanas, procuraría encontrar un sitio adecuado para que pudieran mudarse a vivir. El hombre llegó a la región de Tlaxcala comenzando el otoño del año de 1860 y naturalmente la primera impresión que tuvo fue el que la temperatura era muy diferente a la que existía en el puerto. Se preocupó un poco por la cuestión, más luego reflexionó en que el frio caería bien para recordar las lejanas tierras de Irlanda. Además de la zona por donde se pretendía tender la vía del ferrocarril, Peter recorrió a caballo en sus tiempos libres los principales pueblos y ciudades tlaxcaltecas. Los campesinos de la región comenzaban por esas fechas a prepararse para levantar sus cosechas y se notaba que los campos eran especialmente fértiles.
Le llamó la atención, en primer sitio que las personas, además de hablar el español para comunicarse, tenían un idioma que él nunca había escuchado y que era muy agradable de oír, el náhuatl. Aprovechando que eran los primeros días de octubre, uno de los ingenieros locales que se había encargado de hacer el recorrido con Peter en la zona en donde debían trabajar los siguientes años, le invitó a la celebración de la fiesta de San Dionisio que se realizaba en uno de los pueblos de la región.
Fue así como Peter Hawlings, desde las lejanas tierras irlandesas, conoció el pueblo de San Dionisio Yauhquemehcan, enclavado en el centro geográfico de Tlaxcala que, por cierto, apenas hacía unos tres años, había logrado que se le consideraba, en toda justicia la categoría como estado libre y soberado, con base en la Constitución aprobada a principios de 1857.
El pueblo estaba de fiesta en honor a su santo patrono, San Dionisio, quien fuera el primer obispo de Paris y mereciera el martirio, siendo decapitado. Peter llegó a las inmediaciones del templo y lo primero que llamó su atención fue el resonar de un pequeño conjunto musical, integrado por dos grandes tambores y una flauta. Luego le explicaron que el nombre de tales elementos eran huehuetl, teponaxtle y chirimía. El hombre, a continuación, quitándose el sombrero, ingreso en la iglesia del pueblo, sintiendo un golpe de color y de belleza únicos. Contemplaba el interior del templo con los ojos maravillados. En ningún lugar de donde había estado anteriormente, existía la exuberancia de arte derramada con tanta profusión como en San Dionisio. Con toda reverencia y recogimiento, Peter escuchó la misa y también pudo atestiguar lo magnífico de la música sacra que se entonaba desde lo alto del coro, con las notas de un órgano tubular imponente invadiendo toda la nave, dando paso a las voces imponentes de tenores y barítonos que hacían de la celebración litúrgica todo un acontecimiento inolvidable. «A Ellen le encantaría vivir aquí», se dijo mientras continuaba contemplando el esplendor del retablo mayor logrado de forma tan magnífica, tan perfecta.
Por la tarde, Peter Hawlings fie convidado en la casa del Alcalde Mayor del Ayuntamiento de San Dionisio a comer. Comprobó que era diferente la preparación de los alimentos de Tlaxcala respecto de lo que se hacía en el puerto de Veracruz. Aunque ya le habían hablado del pulque, la verdad era que Peter nunca lo había probado hasta ese día. Le gustó mucho su sabor, su consistencia y quedó admirando cuando le contaron de la maravilla que era en sí misma la planta del maguey. Peter definitivamente quedó convencido de que aquel pueblo podría ser un estupendo lugar de residencia para su mujer y su hija, en tanto duraban los trabajos de construcción de las vías del ferrocarril en esa zona, de manera que aprovechando la autoridad y conocimiento del Alcalde Mayor, preguntó si habría la posibilidad de obtener una casa en renta. El aludido respondió que la casona que se encontraba en la parte posterior de la parroquia era de unos parientes suyos y que prácticamente no la usaban, por lo que con toda seguridad estarían en disposición se cederla en arrendamiento. Casi sobra decir que Peter entró en comunicación al siguiente día con las personas señaladas y cerró el trato.
Unos días después, en el puerto de Veracruz, contó a Marie y a Ellen el plan y la chica pareció especialmente entusiasmada en conocer otra zona del país, mientras que su madre no dejó de pensar en las dificultades que todo eso traería, pero, siempre fiel a su promesa de seguir a su marido, se aprestó a hacer los preparativos para la mudanza. En realidad, lo único que se ocuparon en guardar fue algo de ropa y algunos objetos personales, pues todos los muebles y demás enseres domésticos fueron vendidos. Peter, Marie y Ellen llegaron a San Dionisio Yauhquemehcan a residir en lo que sería su nuevo hogar en los últimos días del mes de octubre de 1860. El padre de familia, como buen previsor, había tomado los servicios de un agente comercial muy de su confianza para que se ocupara en adquirir los muebles y otros enseres necesarios para la vida cotidiana. Para Ellen, Peter tenía reservada una sorpresa especial, pues a los dueños de la casa les había comprado un magnífico piano que hacía unos veinte años les habían traído por encargo desde París.
Ellen quedó maravillada y muy agradecida con su padre por el regalo y Marie expresó que la casona era muy amplia y bella y que seguramente vivirían ahí muy felices. Uno de los primeros contactos que tuvieron las dos mujeres con la nueva comunidad fue la celebración de la fiesta a la que llamaban de los Fieles Difuntos. En especial Ellen quedó maravillada de contemplar en diversas casas de los alrededores de San Dionisio los altares con ofrendas que las familias colocaban en memoria de sus antepasados. Cuando llegó el momento de levantar, la chica recibió un sinfín de obsequios de fruta, pan y dulces. Ellen escuchó la dulzura y la musicalidad de la lengua náhuatl, a pesar de que la mayoría de los habitantes del pueblo también se expresaban en buen español. Las ancianas, movidas a la ternura por la figura de la joven irlandesa, comenzaron a llamarla «iztacihuatl», es decir, mujer blanca. Una anciana la llevó a la mitad de un terreno de labor y le señaló los dos volcanes que custodiaban a lo lejos, la región de Tlaxcala y le explicó que con esa majestuosidad y blancura ella estaba vestida. Ellen, enternecida, besó y abrazó a la mujer a quien, desde luego, pidió que le enseñara la lengua náhuatl y de esta manera Ellen comenzó a aprender los vocablos más esenciales del bello idioma que desde hacía siglos se hablaba en toda Tlaxcala.
Con motivo de las fiestas de los Fieles Difuntos, Marie y Ellen tuvieron ocasión de conocer en todo su esplendor el templo de San Dionisio y ambas quedaron maravilladas por el color y el arte que estaban ahí contenidos. En muy pocos días habían entrado en amistad con muchas personas que desde luego les invitaron a participar en diversas actividades de la comunidad. Aprovechando una estancia de Peter, se organizó en su casa una pequeña reunión a donde fueron convidados los nuevos amigos de la familia, incluyendo al párroco de la localidad, el Alcalde Mayor del Ayuntamiento y otros funcionarios. El cura, que era muy versado en música, de inmediato reconoció el piano y preguntó sobre quién era la ejecutante del instrumento, pensando, de momento, que acaso Marie fuera quien, por su edad, tenía gusto y disposición para el teclado. La respuesta no se hizo esperar y Ellen, tomando su lugar en el banquillo, ejecutó una pieza sencilla pero muy alegre, para luego animarse a entonar una canción popular que había aprendido entre sus amigos músicos del puerto de Veracruz. Todos los asistentes quedaron admirados de la limpieza, tonalidad y fuerza expresiva de la voz de la joven ejecutante. El cura no quiso quedarse con las ganas y pidió a Ellen que interpretara algunos compases de un himno sacro, lo cual la chica hizo con toda perfección, pues no en vano había pasado tantos años con las monjas.
El cura párroco de San Dionisio volvió los ojos hacia el señor Gutiérrez, que era el Maestro de Capilla y encontró por toda respuesta una amplia aprobación, de manera que, sin dudarlo, el presbítero invitó a Ellen a unirse a los maestros músicos del coro, con todo y lo excepcional que era admitir a una mujer entonando desde lo alto del coro los cánticos sagrados para acompañar el acto de la liturgia. «Dios merece ser alabado por las mejores voces», dijo el sacerdote para justificarse con Ellen y acordó que el Maestro de Capilla y Ellen tuvieran sus primeros ensayos en la siguiente semana.
Cuando Ellen tuvo acceso al coro de la parroquia de San Dionisio quedó aún más admirada del lugar. Había un órgano tubular recientemente adquirido y media docena de músicos, encabezados por el Maestro de Capilla, quienes comenzaron a practicar los cánticos que se ejecutarían con motivo de las fiestas de adviento, incluyendo la ceremonia especial que enmarcaría la Navidad de 1860.
Las festividades de celebración del Nacimiento del Niño Jesús fueron todo un éxito y Ellen tuvo la oportunidad de entonar cánticos populares en el interior de las casas. Esa Navidad, Peter hizo diversos obsequios a las mujeres, aunque para Ellen uno de los que más aprecio mereció fue un par de buenos caballos de tiro un carricoche que resultaba muy sencillo de conducir y al que los animales podían engancharse sin apenas nada de esfuerzo. Esto permitió a Marie y Ellen comenzar a hacer algunos recorridos para conocer las inmediaciones del pueblo de San Dionisio y visitar otros lugares de los que escuchaban hablar con mucha frecuencia.
A Ellen le gustaba mucho ir a las inmediaciones del río Zahuapan y a la laguna Atotonilco, a muy poca distancia de su casa, aunque quedó simplemente maravillada de mirar las límpidas aguas que caían vertiginosas de las cascadas del pueblo vecino de Santa María Atlihuetzian, en donde además le fascinaba la iglesia del lugar y las ruinas monumentales de lo que hacía varios siglos había sido un convento. Tenía también varios amigos en el pueblo de Santa Úrsula Zimatepec, en donde más de una tarde se había quedado extasiada escuchando de la gente mayor las diversas leyendas y relatos relativos a la aparición de brujas que en las noches solían surcar el cielo, como si fueran bolas de fuego.
Más adelante ambas mujeres conocieron San Francisco Tlacuilohcan y su maravilloso bosque, así como Santa María Belén, en donde igualmente era fama la presencia de brujos y hechiceros. San Pablo Apetatitlán y Santa Ana Chiautempan eran especialmente visitados cuando se querían encargar las mujeres algunas prendas de vestir nuevas, pues sus artesanos eran especialmente diestros para el trabajo del telar de cintura. Naturalmente, cuando las mujeres visitaron la ciudad de Tlaxcala quedaron maravilladas, muy en especial por la Basílica de Nuestra Señora de Ocotlán, localizada en la parte más alta de la ciudad.
De pronto, las quejas de Marie sólo versaban en torno del frío que solía sentirse en ciertas épocas del año, pero, de ahí en más, la vida transcurría con felicidad para estas dos mujeres venidas desde muy lejos. A finales de 1861, en una de las visitas de Peter, mencionó que hasta el campamento había llegado todo tipo de noticias acerca de que se avecinaban tiempos muy violentos, incluyendo nuevas invasiones al país. El hombre llevó a las dos mujeres a un paraje separado de la población y, a pesar de las protestas de Marie, hizo que ambas aprendieran a manejar y a disparar un rifle y un revolver, dejándoles la encomienda de que, ante la sensación de cualquier peligro, se defendieran a balazos, sin importar las consecuencias.
Peter tenía razón. En los primeros meses de 1862 se presentaron diversos acontecimientos de gran trascendencia para México. Las flotas unidas de España, Inglaterra y Francia, anclaron frente a las costas de Veracruz, en demanda de que se les pagara de forma inmediata una determinada cantidad por una deuda que México había adquirido en años anteriores. Las dos primeras naciones se retiraron sin mayores consecuencias, una vez que tuvieron la atención del gobierno mexicano, pero no así Francia quien, sin más ni más, desembarcó y comenzó a avanzar con sus soldados tierra adentro, con la idea muy clara de llegar a tomar la capital del país.
Durante los primeros días de mayo de 1862 hubo importantes enfrentamientos entre el ejército mexicano, al mando del General Ignacio Zaragoza, nacido en Texas y defendiendo con mucho ímpetu a la ciudad de Puebla. Por la cercanía de Tlaxcala, el acontecimiento fue ampliamente comentado entre diversos sectores de la sociedad tlaxcalteca, aunque también resultó cierto que los habitantes de la capital tlaxcalteca se mostraron algo apáticos a los discursos del enjundioso orador Ignacio Ramírez, que era en ese momento Gobernador, y se ocuparon más en la procesión de la bajada de la Virgen de Ocotlán, en donde estuvieron presentes Marie y Ellen que ya se consideraban como devotas de la milagrosa imagen aparecida en un árbol de ocote.
A pesar de las dificultades que representaba la invasión francesa, la construcción de la vía del tren siguió su marcha, ciertamente con algunos inconvenientes, pero con la mira puesta en que poco a poco se acercaba la anhelada llegada del objetivo. Peter desconocía los detalles que la empresa tenía con el gobierno del Presidente Benito Juárez y con el imperio de Maximiliano I, quienes, al mismo tiempo, decían ejercer el poder legal y legítimo. Como quiera que haya sido. Hawlings nunca se consideró, ni de cerca, ser un interesado en los asuntos de la política. Lo suyo era tender durmientes y colocar rieles para la debida marcha de los trenes que algún día subirían desde la costa cargados de gente y mercancía, y bajarían desde la capital de la nación hacia el puerto, con la intención de tener más comunicación con el resto del mundo, en un gesto manifiesto de modernidad y empuje económico.
Una noche, hacia el inicio del otoño de 1862, Peter regresó a su casa, a San Dionisio, a pasar unos días de descanso. El viaje había sido agotador y, luego de darse un baño reconfortante y de recibir el reconocimiento de una cena en familia con su mujer y su hija, el hombre se retiró a su habitación en compañía de Marie en donde, a los pocos minutos, se quedó profundamente dormido. En lo más profundo de su sueño escuchó gritos de gente y se despertó exaltado. Cuando tomó plena conciencia de la realidad, efectivamente se escuchaban ruidos y gritos al exterior de su casa, concretamente a unos metros, frente a la puerta del curato. Se levantó de prisa, tratando de encender una vela y su sorpresa fue mayor cuando vio a Ellen frente a una ventana con un rifle cargado y apuntando hacia el exterior y otra arma igual a su lado, esperando su turno de ser detonada.
«Parece que detuvieron a alguien y quieren ajusticiarlo. Solo he escuchado como la gente grita que muera el francés. Son muchos vecinos». «Pero no entiendo el por qué estás en posición de tirador, si no eres la atacada». «¡Ah, es que uno nunca sabe!», respondió la joven en el momento exacto en que la gente estalló en un verdadero rugido de fiereza gritando «¡Muera el franchute!», y se miró con claridad como un hombre estaba siendo colgado de unos de los árboles de frente al curato de San Dionisio. Peter ordenó a su hija cerrar la ventana y deponer las armas para irse a dormir, pues tales espectáculos no eran propios de una señorita de su condición.
Al día siguiente, en efecto, en todo el pueblo de San Dionisio no hubo otro tema que comentar que el ajusticiamiento de un soldado francés, posiblemente un desertor, que había sido capturado y ejecutado sin mayor procedimiento. El Alcalde Mayor del Ayuntamiento sólo pidió al Secretario que hiciera un informe básico y lo remitiera a la superioridad del Estado, y que el cuerpo fuera sepultado lo antes posible. Finalmente, el país estaba en guerra y no había que hacer mayores ceremonias ni aspavientos.
Peter siguió metido en su trabajo, máximo cuando el jefe de la misión, Guillermo Lloyd, había presentado un informe detallado en el que calculaba que estaba próxima la conclusión del tramo completo de la Ciudad de México hacía el recientemente instalado campamento de Apizaco, distante apenas unos cuatro kilómetros de San Dionisio Yauhquemehcan, y desde donde se proyectaba un ramal especial para unir a la ciudad de Puebla, de manera que desde la primavera de 1866 el trabajo en el tendido de la vía del tren tomó nuevos ánimos.
Cuando Ellen cumplió veintitrés años de edad, el 24 de mayo de 1867, su padre mandó hacer una gran celebración en su honor que duró prácticamente tres días. Naturalmente todo comenzó con una misa de acción de gracias que con toda solemnidad presidió el cura párroco de San Dionisio. El templo lucía lleno de gente y de flores, pues era de verdad mucho el aprecio que la joven Ellen había ganado de parte de diversas personas no sólo de su pueblo, sino de la región. Desde luego, al Maestro Gutiérrez dispuso de que el coro ampliado ejecutara bellísimas obras en honor de la liturgia. Ellen lucía bellísima con un vestido blanco y un ramo de flores silvestres como ornato principal. Al banquete fueron invitados, por igual, personas principales o que detentaban alguna dignidad, lo mismo que la gente sencilla del pueblo. El baile fue un gran acontecimiento, pues sabedores de su afición por el arte, diversos grupos llegaron por sí mismos a tocar en la fiesta de cumpleaños de Ellen.
A algunas personas del pueblo les parecía un poco extraño que una mujer llegará a los veintitrés años de edad sin haberse casado, pues casi la totalidad lo hacía apenas al cumplir los quince, pero comprendían que se trataba de una familia y de una joven excepcional que, acaso regida por otras costumbres o tradiciones, no tenía que seguir el patrón de las muchachas de San Dionisio y la región. La verdad es que ése mismo día de su cumpleaños, el amor tocó a la puerta en el corazón de Ellen. Allí conoció a un joven ingeniero ferroviario, Manuel Martínez que, igualmente con cinco lustros de edad, de inmediato llamó su atención, pues no era un hombre sólo interesado en su trabajo o en las cuestiones técnicas, sino que poseía, por sus amplias lecturas, un conocimiento muy superior del mundo.
El problema esencial fue que Manuel Martínez, lo mismo que el padre de Ellen, vivían la mayor parte del tiempo en sus campamentos ferroviarios. Fueron las cartas lo que permitió que los dos jóvenes mantuvieran viva su relación durante varios meses. Las letras permitieron decir muchas cosas y prometer otras tantas. Principalmente el hecho de que se llevaría a cabo la boda apenas se hubiera terminado e inaugurado el tramo Ciudad de México – Apizaco – Puebla. Con esto en concreto Ellen y Manuel hicieron público su compromiso en la Navidad de 1868, en la cena que se ofreció en la casa de San Dionisio. Ellen dijo a Manuel que, con el fin de no distraerlo de sus actividades y generar retrasos, debían escribirse sólo una vez cada quince días.
¡Vaya que ese invierno fue especialmente crudo en Tlaxcala! Enero de 1869 trajo severas heladas y hasta nevadas en la parte alta de las montañas, con la consecuente presencia de diversas enfermedades entre toda la población, con todo y que estaba habituada a vivir en tierra fría. Marie y Ellen no fueron la excepción a la regla y prácticamente todo el primer mes de 1869 la pasaron muy mal entre resfriados y gripes. Marie fue reponiéndose hacia mediados del mes de febrero, pero Ellen parecía no superar la enfermedad. Se comenzó por aplicarle los remedios caseros que durante siglos habían dado buenos resultados en la región, pero ante la imposibilidad de mejora, ya a principios de marzo, se acudió a un médico muy afamado avecindado en la ciudad de Tlaxcala, con cuyo tratamiento la joven no mejoró su estado de salud.
Peter no quiso correr más riesgos e hizo venir desde Puebla, al precio que fuera, al médico más prestigioso de la ciudad de Puebla. Luego de los exámenes de rigor, el doctor dijo a Peter que todo apuntaba a que Ellen había contraído una enfermedad que estaba dañando seriamente sus pulmones y que el peor de los casos, con el paso del tiempo, estaría perdiendo la capacidad de oxigenar adecuadamente su cuerpo lo que la llevaría irremediablemente a la muerte. Explicó que, a pesar de que no podía garantizar nada, intentaría que con un tratamiento basado en sustanciales que combatían a las bacterias, se pudiera avanzar.
Hacia mediados del mes de marzo, Ellen pareció tener una recuperación paulatina que puso muy felices a todos. Durante el mes de abril de 1869, la joven pareció recuperarse del todo. Manuel Martínez, su prometido, incluso ofreció abandonar el trabajo y adelantar la fecha de la boda, sin mayores miramientos, pero Ellen dijo que era completamente innecesario. Para demostrarlo, con la fuerza que volvía a estar plena en sus pulmones, Ellen se preparó para dar inició a las festividades en honor de la Virgen María, en los primeros días de mayo. Así lo hizo y todo pareció marchar de maravilla. Ellen se sentía nuevamente plena y fuerte al grado de ofrecer al Maestro de Capilla participar en la celebración en honor de San Isidro Labrador, una fiesta particularmente importante para los cientos de labriegos que trabajaban el campo en San Dionisio y los pueblos de los alrededores. Así se realizó y la vozz de Ellen se escuchó magnífica, estupenda, deslumbrante, con una vibración que nunca antes se le había escuchado, al grado que los propios músicos y el Maestro Gutiérrez quedaron admirados y extasiados de haber escuchado el canto de un verdadero ángel.
Esa fue la última vez que cantó Ellen. Al día siguiente, nuevamente estuvo presente la recaída y la cuesta de descenso fue progresiva. Ni la presencia del afamado médico de Puebla pudo hacer algo por ella. Ellen Hawlings dejó de respirar la mañana del 27 de mayo de 1869. Hacía tres días que había cumplido veinticinco años.
La «iztacihuatl», la mujer blanca, dejó de existir y todo el pueblo de San Dionisio y sus alrededores sinceramente quedaron consternados. Su voz se había apagado para siempre en una región muy lejana a la Irlanda que un día le vio nacer junto a un plantío de patatas.
Las ceremonias fueron multitudinarias. La misma gente del pueblo opinó que Ellen Hawlings debía ser sepultada al interior de la parroquia de San Dionisio Yauhquemehcan y así se hizo; sin embargo, unos años después, por algunos trabajos de remodelación y mantenimiento, la placa de su lápida sepulcral fue removida para ser colocada en el atrio de la iglesia de San Dionisio Yauhquemehcan, Tlaxcala, en donde se encuentra hasta el día de hoy. Si no me crees, búscala tú mismo, dice: «Sagred to the memory of Ellen Hawlings who departed this life may 27 1869 aged 25 years» (consagrado a la memoria de Ellen Hawlings, quien dejó esta vida el 27 de mayo de 1869 a la edad de 25 años).